¿Por qué en el pasado se construía con tanta belleza y ahora no se hace?
La pregunta sobre por qué las sociedades del pasado priorizaban la belleza en la arquitectura y la construcción mientras que el diseño moderno se inclina hacia el minimalismo y el ahorro de costes refleja un cambio profundo en los valores culturales, las prioridades económicas y los avances tecnológicos. A través de un hilo reciente en X de la cuenta The Culturist, que compara elementos como farolas victorianas con las modernas, herrajes de puertas ornamentados con diseños contemporáneos y bancos decorativos con sus equivalentes minimalistas, se pone de manifiesto una pérdida significativa en la estética y el simbolismo de nuestras construcciones.
En éste artículo reflexionaremos sobre las razones detrás de esta transición, explorando cómo la belleza y los detalles trabajados definían el pasado, mientras que hoy prima un minimalismo que, aunque funcional, resulta a menudo simplista y desprovisto de alma.
La construcción en el pasado: belleza como expresión cultural
En las sociedades preindustriales, la arquitectura y el diseño eran mucho más que meras herramientas funcionales; eran expresiones de identidad cultural, orgullo cívico y significado espiritual. Las columnas corintias con hojas de acanto, por ejemplo, no solo embellecían los edificios, sino que simbolizaban la vida duradera en la cultura mediterránea, conectando a las comunidades con sus tradiciones milenarias. De manera similar, los bancos con figuras de esfinges en Londres, instalados en 1878 para conmemorar la llegada de la Aguja de Cleopatra, eran un guiño histórico que transformaba un objeto cotidiano en un relato vivo. Esta forma de construcción no era un lujo, sino una norma: incluso los elementos más pequeños, como los herrajes de las puertas victorianas, se adornaban con patrones intrincados, reflejando el trabajo de artesanos que dedicaban años a perfeccionar su oficio.


El filósofo de la arquitectura John Ruskin, mencionado en el hilo de X, defendía que la belleza en la construcción requería sacrificio, ya fuera a través de materiales costosos o de un esfuerzo humano significativo. Este sacrificio era una virtud que demostraba amor y dedicación por el bien común, un principio que se reflejaba en cada detalle, desde farolas ornamentadas hasta cabinas telefónicas que se erigían como marcadores de orgullo cívico. En el pasado, construir con belleza era una forma de honrar a la comunidad y de dejar un legado duradero que conectara a las generaciones futuras con su historia.
¿Por qué ahora no se construye con belleza? El auge del minimalismo
El siglo XX marcó un cambio radical en la filosofía del diseño. Arquitectos como Adolf Loos proclamaron que la ornamentación era innecesaria y costosa, abogando por una estética minimalista que priorizara la eficiencia y la funcionalidad. Este mantra se refleja en los ejemplos del hilo: las farolas modernas, como la mostrada en la imagen, son meros postes funcionales, desprovistos de los detalles que caracterizaban a sus predecesoras victorianas. Lo mismo ocurre con los herrajes de puertas y los bancos urbanos, que han pasado de ser piezas únicas a diseños genéricos y producidos en masa. Esta transición hacia el minimalismo responde a presiones económicas: en una economía globalizada, el ahorro de materiales y la producción en serie son más rentables que el trabajo artesanal, lo que lleva a construcciones que, aunque prácticas, carecen de carácter y belleza.


Además, la modernidad ha traído consigo un cambio en los valores culturales. Mientras que las sociedades del pasado veían la construcción como una inversión a largo plazo, diseñada para perdurar siglos, hoy prima una cultura de la inmediatez y la obsolescencia. Los edificios y objetos modernos se crean con un enfoque en la utilidad a corto plazo, utilizando materiales baratos que no resisten el paso del tiempo. Esto se ve claramente en las esquinas urbanas actuales, descritas en el hilo como simples intersecciones de paredes cortina, sin los detalles tallados a mano que hacían de ciudades como Praga un deleite visual. La construcción bella ha sido reemplazada por un diseño que no busca inspirar ni conectar, sino simplemente cumplir una función básica.
La pérdida de simbolismo y conexión con la tradición
Otro factor clave en esta pérdida de belleza es la desaparición del simbolismo en el diseño. En el pasado, cada elemento tenía un propósito narrativo: las hojas de acanto, los bancos con esfinges o las fachadas góticas contaban historias que enriquecían la experiencia de habitar un espacio. Hoy, sin embargo, el diseño minimalista elimina estos elementos simbólicos, dejando espacios vacíos de significado. Las esquinas de las calles modernas, como señala el hilo, no pertenecen a nadie; son lugares anónimos que no invitan a la reflexión ni al sentido de pertenencia. Esta desconexión con la tradición también se refleja en la cultura del consumo actual, donde las marcas prefieren logotipos simplificados y digeribles en lugar de diseños que narren su historia de origen, un contraste con las construcciones del pasado que se formaban orgánicamente a lo largo del tiempo.
Los templos católicos, especialmente las majestuosas catedrales góticas y barrocas, se erigen como testimonios pétreos de una época donde la belleza y la espiritualidad se entrelazaban de manera intrínseca. Sus elevadas bóvedas que parecen alcanzar el cielo, la intrincada filigrana de sus fachadas esculpidas y la profusión de detalles ornamentales en altares y capillas evocan una sensación de asombro y trascendencia. La luz filtrándose a través de las vidrieras policromadas inunda los espacios con una atmósfera mística, invitando a la contemplación y la conexión con lo divino. Estas construcciones no eran meros lugares de culto, sino expresiones artísticas totales que buscaban elevar el alma a través de la magnificencia visual.
De manera similar, las óperas y los palacios más bellos del mundo comparten este espíritu de opulencia y dedicación a la estética. Los ricos frescos que adornan sus techos, la fastuosidad de sus salones dorados, la elegancia de sus escalinatas de mármol y la grandiosidad de sus teatros son reflejo de un tiempo donde la inversión en la belleza se consideraba un valor en sí mismo. Hoy en día, la tendencia hacia el minimalismo y la priorización de la eficiencia económica a menudo dejan de lado esta búsqueda de la ornamentación y la grandiosidad, haciendo que la maestría artesanal y el despliegue artístico de estas construcciones históricas resulten aún más admirables y, en muchos sentidos, irrepetibles.


La tecnología, aunque ha traído avances significativos, también contribuye a esta uniformidad. Las herramientas digitales permiten una precisión sin precedentes, pero a menudo producen diseños repetitivos y desprovistos de individualidad. Además, el alto costo de la mano de obra artesanal en un mundo globalizado hace que los detalles trabajados sean prohibitivos, lo que lleva a una preferencia por lo simple y económico. Por último, la sociedad actual, inmersa en la era digital, se ha desensitizado a la belleza física, acostumbrándose a imágenes pulidas en pantallas que no pueden replicar la calidez táctil de una farola ornamentada o una puerta tallada.
Un equilibrio necesario para el futuro
La construcción bella no debería ser vista como un lujo inalcanzable, sino como una fuente de inspiración para el diseño contemporáneo. Aunque la sostenibilidad y la eficiencia son prioridades válidas, es posible integrar detalles y simbolismo en la arquitectura moderna para crear espacios que inspiren y conecten. La pérdida de la belleza en la construcción refleja una desconexión más profunda con nuestra historia y nuestras comunidades, pero recuperar elementos del pasado podría devolvernos un sentido de identidad y orgullo cívico. Que el contraste entre la arquitectura pasada y la moderna nos recuerde lo que hemos perdido, y nos impulse a construir un futuro donde la belleza vuelva a ser una prioridad.