viernes, junio 20, 2025

Fiscales y jueces exigen la dimisión del Fiscal General del Estado alegando que es un rehén del Gobierno de Pedro Sánchez

La alarma en la justicia española ha alcanzado un punto crítico. Cuando los guardianes de la legalidad, los propios fiscales y jueces, alzan su voz de forma coordinada para exigir la dimisión del Fiscal General del Estado, la situación deja de ser una mera refriega política para convertirse en una crisis institucional de primer orden. La acusación es demoledora: el Fiscal General no es un servidor imparcial de la justicia, sino un «rehén del Gobierno de Pedro Sánchez». Esta denuncia, sin precedentes por su contundencia y la magnitud de sus promotores, pone de manifiesto la gravísima erosión de la separación de poderes en España y el preocupante asedio del Ejecutivo a la independencia judicial.

No se trata de una opinión aislada o de un ataque partidista orquestado. Estamos hablando de una parte significativa de la carrera fiscal y judicial que, harta de lo que percibe como una instrumentalización política del Ministerio Público, ha dicho «basta». La exigencia de la dimisión del Fiscal General no es un mero capricho corporativo; es un grito desesperado en defensa de la autonomía que debe regir la Fiscalía, un pilar fundamental del Estado de Derecho. La sensación es que la cúspide de la acusación pública, que debería actuar exclusivamente en defensa de la legalidad y el interés general, está siendo utilizada como una extensión de la estrategia política de la Moncloa, desdibujando la línea entre el poder ejecutivo y el judicial.

La acusación de que el Fiscal General es un «rehén» del Gobierno resuena con fuerza porque encuentra eco en decisiones y actuaciones que han sido objeto de intensa controversia. Desde la posición de la Fiscalía en la aplicación de la ley de amnistía, pasando por la gestión de ciertos procesos judiciales que afectan a figuras políticas del Gobierno o sus socios, hasta la percepción de un alineamiento sistemático con los intereses del Ejecutivo, la desconfianza ha ido calando hondo. La imagen de un Fiscal General que parece bailar al son que le toca el Gobierno, en lugar de actuar con la autonomía que le confiere la Constitución, es devastadora para la credibilidad de la justicia. La Fiscalía, por su propia naturaleza, debe ser un contrapeso al poder, no su brazo ejecutor.

El Gobierno de Pedro Sánchez, lejos de ser un mero observador, ha sido el principal artífice de esta situación. Su modus operandi se ha caracterizado por un intento persistente de influir en las instituciones independientes, y la justicia no ha sido una excepción. Las críticas veladas o directas a la acción judicial, los nombramientos controvertidos en el Consejo General del Poder Judicial bloqueado, y la presión constante para que las decisiones judiciales se alineen con la agenda política, han creado un clima de asfixia para la independencia judicial. La designación de un Fiscal General que, según la percepción mayoritaria de la carrera, responde más a la lealtad política que a la imparcialidad legal, es la culminación de esta estrategia de colonización institucional.

Las consecuencias de tener un Fiscal General percibido como un «rehén» son catastróficas para la confianza de los ciudadanos en su propio sistema judicial. Si la cabeza visible de la persecución del delito es vista como un brazo político del Gobierno, ¿cómo puede el ciudadano confiar en que la justicia se aplicará sin sesgos, sin distinciones y sin presiones? Esta erosión de la confianza no solo afecta a la percepción pública; mina el propio Estado de Derecho. La separación de poderes no es una mera formalidad; es la garantía fundamental de que la ley prevalece sobre el poder y de que nadie, ni siquiera el Gobierno, está por encima de ella. Cuando uno de esos poderes es percibido como sometido, la democracia misma se resiente.

La exigencia de dimisión del Fiscal General no es un simple acto de protesta; es una advertencia grave de que los cimientos de la justicia española están en peligro. Es una llamada de atención que el Gobierno de Pedro Sánchez no puede ignorar. Si la cúpula del Ministerio Público no goza del respeto y la confianza de su propia carrera, ¿cómo puede aspirar a tenerlos de la ciudadanía? La independencia de la Fiscalía es innegociable en una democracia. Es la garantía de que la ley se aplicará por igual a todos, sin favoritismos ni represalias políticas. El riesgo de que la justicia se convierta en una herramienta de persecución política o de blindaje de los afines al poder es demasiado alto.

En conclusión, la exigencia de fiscales y jueces para que el Fiscal General del Estado dimita, bajo la acusación de ser un «rehén» del Gobierno, es un síntoma inequívoco de una profunda crisis democrática. Es la culminación de una política de acoso y derribo a las instituciones independientes por parte del Ejecutivo de Pedro Sánchez. La integridad del sistema judicial es el último bastión de la democracia y no puede ser instrumentalizada por intereses partidistas. Si el Gobierno no respeta la independencia de la Fiscalía, la confianza en la justicia se esfumará y, con ella, una parte esencial de nuestra democracia. La salud del Estado de Derecho en España exige una Fiscalía libre, autónoma y, sobre todo, no un «rehén» del poder político.

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